miércoles, 29 de agosto de 2007

Ruido

Miles de fracciones de ruido anidadas en mí.
Y bebí todo el agua del mar para ver si así aquella simétrica agonía de peces cesaba, para si -con suerte- marineros y timones, olvidando la húmeda obsesión, optaban de una vez por mutilar cada bello y horizonte de su costra de sal. Pero escuché entonces el aullido iracundo de la Metrópolis. Y cual autómata en busca de Dios engullí mil coches de vapor y otras cuantas raquíticas Babeles. Me serví de vidas, de jeringuillas, de caviar, de SIDA, de lívidos de ojos cansados, girasoles, de excelentísimos papeles. Me serví de una plegaria atendida y de millones desoídas. Me serví de autómatas ascetas. Me serví de ellos, aún sin bandeja que albergara su número. Y el volcán, como sexo vigoroso gritando infiernos y lujurias. Aún el volcán. Aún el volcán era. Y yo, tierra virgen por invadir, ahora tierra invadida. Lava que corría por mi garganta, humeante y real. Sexo que penetra, que penetra en mí, extasiado, ávido del amante que en su espesa calentura me recorre y me dice. Amante que ya saciado sucumbe a mi estómago. La tierra misma saboreé, el rocío temprano asqueroso en su dulzura. Y los niños desprovistos, a la belleza, a la subjetiva y objetiva. Degollé las Madonnas y corté las alas de el ave. Yo maté al poeta. Pensé en Dios, en ella y el peso de su sinrazón, el de las plegarias con las que alguien le hizo cargar. Con su ajado traje cayó a la tierra mía. Y murieron, sólo murieron. Esperanzado la comí. La comí, pero su sabor no era distinto al de la carroña que putrefacta dormía en mi vientre.
¡Pero qué inmundicia! ¡Mi estómago! ¡Mis párpados! ¡Mi hueso, mis huesos! ¡La carne! La carne que tampoco calla. Esa misma que ata en corto, esa, estaba allí. No sobró trozo alguno. No quedaron huesos. No quedaron vísceras. Tampoco los jugos pudieron huir. Me devoré, me devoré para conocer el rancio sabor a carroña de mi cuerpo. Me devoré pero olvidé devorarme también a mí. Olvidé la condena al ruido, la condena a ser.